domingo, 19 de enero de 2014

NUESTRO PRIMER CICLO SOBRE CINE E HISTORIA






Se ha convertido en una costumbre rutinaria la clasificación de películas por géneros. Así, el western, la comedia, el terror, el thriller o el melodrama constituyen apartados específicos donde incluimos las películas en función de unas características determinadas. Uno de esos géneros es el llamado “cine histórico”, asociado popularmente con grandes superproducciones ambientadas en el pasado de la humanidad. Películas como Guerra y Paz (King Vidor, 1956), Gladiator (Ridley Scott, 2000) o Doctor Zhivago (David Lean, 1965) parecen fácilmente identificables con dicho género por su contexto histórico (Europa napoleónica, imperio romano y la revolución rusa respectivamente). El atractivo de estos productos reside en la minuciosidad de las reconstrucciones de época (antaño de forma “natural” y hoy en gran parte merced a la tecnología digital), en los despliegues de masas, la espectacularidad de las batallas y la abundancia de personajes épicos. Añadamos a esto unas bandas sonoras grandilocuentes y la grandiosidad de las pantallas gigantes desde la aparición del cinemascope en los años 50 del siglo XX, para terminar de comprender la popularidad de este tipo de películas.

Ahora bien, el concepto de “película histórica” plantea numerosos problemas. El principal, saber hasta qué punto el cine puede ser una herramienta válida para la divulgación de la Historia. Algunos historiadores (cada vez menos, por fortuna) recelan de estas películas porque la mayoría de ellas no suelen ajustarse a la realidad histórica. Temen estos profesionales que el espectador profano otorgue al relato histórico del cine la condición de incontrovertible sin tomarse la molestia de indagar la verdad por sí mismo con actitud crítica. La certeza de esta desconfianza puede estar más o menos fundamentada si prescindimos de las necesarias matizaciones. Es cierto, por ejemplo, que Gladiator manipula deliberadamente la época de los emperadores romanos Marco Aurelio y Cómodo; pero tampoco es menos cierto que gracias a esta película surgió un cierto interés (aunque fuera minoritario) por conocer con mayor detalle las vicisitudes históricas del imperio romano de finales del siglo II de nuestra era.

No parece justo aplicar un rígido criterio “académico” al cine histórico y no hacerlo, por ejemplo (o al menos, si se hace, con mucha menor vehemencia) a la novela histórica, al folletín tipo Alejandro Dumas o incluso a la pintura… ¿Acaso no es un anacronismo contemplar cuadros de la vida de Cristo llenos de figuras ataviadas al estilo renacentista, y sin embargo ese detalle es normalmente ignorado en beneficio de criterios artísticos? ¿Por qué se le exige rigor histórico a una película y no a un cuadro, a una escultura o a una novela?

Nos hallamos ante un tema poliédrico y apasionante que abarca disciplinas tan diversas como la sociología, la semiología o el análisis textual aplicado al lenguaje cinematográfico… Siempre y cuando, claro, admitamos que el cine no vulgariza ni frivoliza per se la disciplina del estudio histórico (aunque efectivamente puede hacerlo), sino que puede ser una herramienta cualificada intelectualmente para el análisis historiográfico. 

En nuestro primer ciclo queremos acercarnos a la problemática del cine histórico a través de cuatro temas genéricos:
  1. El cine y la actualidad: Desde sus orígenes, el cine se convirtió en testigo privilegiado de su tiempo. Aceptar su condición de cronista de la actualidad supone admitir que cualquier película (documental o de ficción) puede convertirse en documento apto para un estudio rigurosamente histórico. La red social (2010) trata sobre la creación de algo tan reciente como Facebook, esa herramienta empleada para la comunicación por muchos millones de personas en todo el mundo. El hoy se convertirá en el ayer del mañana, así que tal vez esta película sea vista en el futuro como un producto de nuestro tiempo, es decir, como un producto histórico representativo de una época.
  2. El cine cambia la Historia: No puede negarse la “manía” de la gente del cine por modificar el relato histórico. Ser o no ser (1942), uno de los grandes títulos clásicos de Hollywood, se atrevió a ridiculizar la Alemania de Hitler en plena Segunda Guerra Mundial. Es una sátira, una ficción inventada dentro de otra historia mucho más real y dramática: la ocupación de Polonia por los nazis.
  3. El cine y la reconstrucción histórica: Una de las capacidades más fascinantes del séptimo arte es su potencial para la reconstrucción verosímil de cualquier ambiente, ya sea histórico o inventado. Los duelistas (1977), la opera prima del hoy afamado Ridley Scott, es un verdadero ejemplo de perfeccionismo, de atención minuciosa al detalle, casi de amor por la reconstrucción histórica, en este caso en el marco de la Europa napoleónica. ¿Se puede ser fiel a la Historia y a la vez emocionar al público? ¿Cómo repercute en el espectador la presentación cinematográfica de un tiempo pasado reconstruido con tanta meticulosidad? ¿Qué se puede aprender de todo ello?
  4. El cine y el discurso histórico: ¿Puede el cine suplantar la divulgación histórica tradicional? ¿Hay autores que se han servido del soporte cinematográfico con la pretensión de proponer tesis históricas? Esquilache, dirigida por la cineasta cordobesa Josefina Molina, nos remite a la España de Carlos III, y en concreto a un episodio ocurrido un año antes de la fundación de La Carolina: el motín popular que provocó la caída del ministro italiano Esquilache. ¿Se puede trazar un paralelismo entre la España de Esquilache y la España de 1988 (fecha de producción del filme), diez años después de ser aprobada la Constitución vigente? 

Fotograma de Los duelistas (1977), una película modélica en lo que se refiere a la ambientación histórica.

Ninguna película es “inocente” o inocua. Cada obra cinematográfica está realizada con un propósito concreto más allá del puramente mercantil. El cine histórico constituye una buena prueba de ello, incluso aquel que altera la Historia a propósito. Atila, rey de los hunos (Douglas Sirk, 1954) puede parecer un retrato banal y desvirtuado de Atila (una “americanada”, como suele decirse), y sin embargo detrás de su intrascendencia subyace una apología del cristianismo (cosa que incomodaba a su realizador). Con esta película poco se puede aprender acerca de la realidad de Atila y de las postrimerías del imperio romano de Occidente, pero a cambio podemos aprender algo sobre la política de producción de los estudios hollywoodienses durante los años 50, aún conmocionados por la purga anticomunista del senador Joseph McCarthy (la “caza de brujas”) y en parte obligados a demostrar su patriotismo adoptando una postura conservadora en lo político y en lo religioso… En cambio, Espartaco (1960), ambientada también en la antigua Roma, se sirvió del trauma de aquella persecución política para lanzar un manifiesto en favor de la democracia y en contra de los totalitarismos.

En definitiva, una aproximación al cine histórico puede deparar jugosas conclusiones que en ocasiones trascienden con mucho la simple exposición del pasado para hablarnos, en realidad, del presente. Un motivo más para acercarse a este género dispar tan rico en matices. 



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